Cuando dos papas, y luego tres papas, lucharon por la supremacía, la iglesia medieval entró en unos dramáticos cuarenta años de crisis de autoridad.
“El viernes de víspera de San Jorge, no hubo sesión”, escribió un observador del concilio de Constancia. “En esta sesión nuestro santo padre el papa Martín dio a todos los que estaban presentes en el concilio de Constancia permiso para salir y así mismo absolución de culpa y pena. Después dio al pueblo su bendición en el tribunal superior. Nuestro señor el rey estaba junto a él, vestido como un evangelista, usando su corona imperial y sosteniendo el orbe en su mano mientras un hombre sostenía una espada desenvainada delante de él. El cardenal Conti proclamaba al pueblo en latín la indulgencia de siete años para los pecadores mortales y siete años de cuaresma. El maestro Pedro lo repetía en alemán y a cada uno fue dado permiso para ir a casa.”
Este pasaje, de
las Crónicas del Concilio de Constancia
de Ulrico Richental describen la sesión de cierre de aquel gran concilio. Esta sesión
tomó lugar el 22 de abril de 1418, en un momento cuando el nuevo papa, Martín
V, como una plaga que se mueve a la ciudad, estaba ansioso de manejar el
consejo de los padres a su manera y hacer su propia salida.
Constancia puede
no ser un nombre conocido por todos, ni siquiera en la historia de asambleas
representativas, pero en efecto fue una de las más imponentes asambleas de la época
medieval. Ni tampoco estaba distinguida por su tamaño tampoco. Esta fue la más
grande y ciertamente la más memorable de las asambleas generales llevadas a
cabo en la iglesia latina medieval (la iglesia occidental). Cuando fue
convocada en 1414, fue en el marco de una crisis suprema en la vida de la
iglesia, lo que vino después a conocerse como el Gran Cisma del occidente que
permaneció por casi cuarenta años.
Causas del Cisma.
En 1377, después que
el papado había residido por casi setenta años en Aviñón, bajo la sombra del
poder francés, Gregorio XI había finalmente tenido éxito en traer de vuelta el
papado a Roma. Lo había hecho a pesar de las hostilidades de algunos de la
nobleza romana y algunos de sus propios cardenales. Cuando Gregorio XI murió en
marzo de 1378, seis de los veintidós cardenales seguían teniendo su residencia
en Aviñón, donde una considerable parte de la burocracia papal seguía funcionando.
Con la muerte de
Gregorio XI, los romanos temían la elección de un papa francés que al mismo
tiempo volviera a remover el papado a Aviñón. Como resultado, la elección papal
tuvo lugar en abril en medio de considerables confusiones, disturbios fuera del
cónclave y disensiones dentro del mismo, esto concluyó con la elección de un
candidato a compromiso, Urbano VI (1378-1389) un italiano que había servido en
Aviñón.
Pero la subsecuente violencia y tratamiento abusivo de Urbano VI hacia los cardenales causó en ellos
temor por sus vidas y sospecharon de Urbano que estaba demente. Eso, combinado
con las turbulentas condiciones que rodeaban su elección, levantaron dudas
sobre la validez del título papal de Urbano VI. Los cardenales públicamente repudiaron
su elección y seleccionaron a uno de ellos mismos Clemente VII (1378-1394). Para
el verano de 1379, habiendo fallado la captura de Roma, Clemente tomó su
residencia en Aviñón y la situación se tornó entre la rivalidad a la obediencia
a dos papas uno romano y otro aviñonés.
Como las lineaciones políticas y diplomáticas podían haber sido sugeridas
previamente, el reino francés y escocés respaldó a Clemente. Mientras tanto,
Inglaterra y gran parte del imperio alemán apoyaba a Urbano. Como resultado,
ninguna de las rivalidades podía decir que tenía el control decisivo de poder. Ni
tampoco ningún papa podía desalojar al otro, ni mucho menos estar capacitado
para renunciar a sus pedidos, así comenzó el más serio de los cismas en
interrumpir la unidad de la iglesia latina.
Con el tiempo, las lealtades se fortalecieron, y las cortes rivales papales
luchaban para perpetuar sus aclamaciones. En Roma, Bonifacio IX (en 1389),
Inocente VII (en 1404) y Gregorio XII (en 1406) fueron electos para suceder a
Urbano VI. En Aviñón, Benedicto XIII fue electo en 1394 para suceder a Clemente
VII. Los entendibles resultados fueron grandes, confusión administrativa y
conflictos de jurisdicción, como también una falsedad moral y ansiedad
espiritual.
El Concilio de Constancia.
Muchos intentos se llevaron a cabo para dar por terminado el cisma, con
todo, el que más prometía de todos ellos solo había guiado a la adición (en
Pisa) en 1410 de aún otra línea reclamantes del título papal. La intolerable situación
de tres papas rivales al final llevó, a través de un complejo proceso de
diplomacia eclesiástica y secular, al Concilio de Constancia. Aunque el
concilio fue convocado (bajo presiones imperiales) por el papa de Pisa, Juan
XXIII (1410-1415), con la intención de terminar el cisma, este no dudaba en
deponerse junto a su rival aviñonés, Benedicto XIII, y aceptar la resignación del
reclamante romano Gregorio XII. El concilio procedió entonces a elegir un
sucesor Martín V (1417-1431) el primer papa en cuarenta años en ser capaz de
dirigir la lealtad de toda la iglesia latina.
Los logros del concilio fueron considerables. No solo terminó con años de
turbulencia en la iglesia, sino que también confirmó las siguientes creencias
históricas:
·
El papa,
aunque era un oficio divinamente establecido, no era un monarca absoluto, pero
en algún sentido un regidor constitucional.
·
El papa
poseía una mera autoridad ministerial que le había sido delegada por la
comunidad de los fieles y para el bien de la totalidad de la iglesia.
·
La comunidad
de los fieles podría ejercer poder a través de sus representantes y convocar a
una asamblea general, incluso en ciertos casos críticos, contra los deseos del
papa y de ser necesario esta podría juzgar, castigar e incluso deponer al papa.
·
La comunidad
de creyentes no habría agotado su autoridad heredada en el mero acto de elegir
su regidor, sino que habría retenido cualquier poder residual que fuera
necesario para prevenir su propia subversión o destrucción.
El Gran Cisma de Occidente así sentó una grande y extensa autoridad para
concilios generales de la iglesia. A medida que las miserias del cisma
retrocedieron hasta casi no existir, un papado resurgió con éxito en
marginalizar estas “consecuencias” conciliares en la vida de la iglesia. Pero el
rol fortaleciente por los concilios nunca desapareció completamente, y en la vigilia
del Concilio del Vaticano II (1962-1965), este rol había mostrado signos
ambiguos de una renovada vitalidad.